OÍR NOLAJ. CAP 5. LA RIADA DEL MONTE

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Foto tejar (1)


El pueblo de Zaino se sumergía en un frondoso valle. Dos grupos de montañas a cada lado protegían de los vientos a sus habitantes y vigilaban el curso del río Jalón, que atravesaba el pueblo. Dos arcos sobre el Jalón hacían de puente sobre él y permitía el tránsito de una parte a otra del pueblo. No eran todo ventajas el vivir en un valle. Como el pueblo estaba encajonado, cada vez que se desataba una fuerte tormenta, las aguas del monte bajaban a gran velocidad por la calle Arriba, que como ya supondréis, estaba inclinada hacia abajo. En ocasiones, las avalanchas de agua causaban daños en las casas, pues, además de agua, bajaban todo tipo de materiales: botes, maderos, piedras, ruedas de bici...


Después de la riada todos los vecinos del barrio tenían que limpiar la calle Arriba y la Plaza del Pueblo. El agua y las porquerías desembocaban al fondo de la plaza, en el barranquillo, donde se refugiaron “el Cejas y Cati” de la perrita Cusqui.


Durante la tormenta de aquella tarde, la pandilla jugaba a las canicas en los soportales que había en la plaza. Jugaban “de mentira”, es decir, el ganador de la partida devolvía, después del juego, las canicas a sus dueños. Hasta los once años no se jugaba “a verdad”.


Cuando cesó la tormenta, el grupo se reunió en medio de la plaza y Cati dijo:

- Hoy vamos a ver una buena “riada del monte”.

- Sí, vamos a la calle Arriba para no perdérnosla –respondió Zaino, al que le encantaba ver la riada.


Llegaron al sitio de costumbre. Todavía debían esperar un rato.

- Esta tarde podíamos ir a buscar caracoles –propuso Azu.

- Yo no podré –respondió con voz triste “el Cejas”–. Tengo que escribir cien veces “no llevaré lagartijas a la escuela”.

- Pues yo también estoy castigado –dijo Zaino–. Ayer le até al gato de mi vecina una lata a la cola y le pisé el rabo para que saliera disparado. Esta noche la pasó dando maullidos y no ha pegado ojo nadie en el barrio. Mis vecinos se han enfadado muchísimo y mis padres más todavía.

- Yo tampoco puedo. Tengo que ayudar a mi madre a embutir los chorizos –comentó Pita.

- Es decir, que no te dejan ¿no? –dijo resueltamente Cati.

- No –respondió Pita sin mirarle y avergonzado.

- ¡Pues no pongas excusas tontas...! En verano, todos sabemos que no se embuten los chorizos.

- Está claro que tendremos que dejar la cacería de caracoles para otro día –concluyó concluyó Azucena.


De pronto empezó a oírse a lo lejos el sonido de la riada. Era como un trueno que se acercaba con más intensidad a los oídos. En pocos segundos llegó el agua del color del colacao.

En las riadas se podía comprobar que en el monte no sólo había árboles. Era un gran almacén de todo tipo de botes y latas. El maestro solía decirles que las personas eran los culpables de que en las riadas no sólo bajaran piedras y palos y que el día que únicamente bajaran palos y piedras, el monte sería feliz.

- Cerrad los ojos y abrid bien las orejas –propuso Cati–. Vamos a imaginarnos que estamos junto al mar.


Pero “el Cejas” no obedeció y cuando todos estaban soñando con las olas del mar, su voz les despertó:

-¡Mirad, mirad lo que baja en esa mesa!


Se habían visto bajar todo tipo de materiales en la riada del monte, pero era la primera ocasión en la que veían una mesita de madera negra, con las cuatro patas hacia arriba, flotando sobre el agua.

Lo sorprendente no fue la mesa, sino el gato gris que tripulaba la curiosa embarcación.

- ¡Un gato en una mesa! –gritaron emocionados todos.

- ¡Oír Nólaj! ¡Oír Nólaj!


Corrieron por la acera al mismo tiempo que las aguas, la mesa y el gato.

- ¡Tenemos que hacer algo. Como llegue la mesa hasta el barranco, el gato puede perder una de sus vidas y a lo mejor sólo le queda ésa! –gritó Zaino.


La comitiva del agua ya llegaba a la plaza, quedaban pocos metros para el barranquillo.

Hicieron lo único que podían hacer. Se remangaron los pantalones hasta las rodillas –todos menos Pita, que en invierno y verano siempre llevaba pantalón corto–, se metieron en el agua chocolateada y, entre Azucena, Zaino y “el Cejas” lograron enganchar una pata de la embarcación. Pita, hábilmente, cogió como pudo al gato, que estaba empapado.


El gatillo gris tiritaba de frío y no paraba de maullar.

- ¿Qué vamos a hacer ahora con éste? –se preguntaba el grupo.

-Lo podemos llevar a la cabaña que tenemos en la era del trigo –sugirió Cati.

- Pero si se pone malito esta noche, no lo sabremos y... –respondió entre dudas “el Cejas”.

- Yo no puedo llevarlo a mi casa –dijo Azucena–, tiraría las flores y las plantas de la floristería.

- Ni yo, ya sabéis que hacemos chorizos y seguro que se los come, con el hambre que tendrá... –habló Pita.


A Zaino se le iluminaron sus ojos mientras exclamaba:

- ¡Ya tengo la solución! Yo me lo llevaré.


Zaino cogió al michino y, colocándoselo debajo del jersey, se marchó.


Con la emoción de la aventura no se habían parado a mirar sus zapatos y pantalones empapados.


Cada uno debería de arreglárselas como buenamente pudiera al llegar a casa.


Al día siguiente, antes de entrar al colegio, los de la panda rodearon a Zaino.

- Oye, ¿qué te dijeron del gato tus padres? –preguntaron.

- Nada.

- ¿Cómo? –se sorprendieron todos.

- Se lo llevé a mi vecina Paqui. Ahora ya tiene la parejita, pues el gato no era gato sino una gatita.


Solucioné dos problemas al mismo tiempo. Esta noche he dormido fenomenal sin tener que escuchar los lamentos del gato de mi vecina. Además, mis padres me quitaron el castigo por la buena acción.

- ¡Vaya suerte! A mí me va a tocar regar las plantas durante otra semana –decía Azucena–, por llegar tan mojada. No podremos ir a por caracoles hasta la próxima semana.


Todos se rieron, hasta que el maestro les recordó que ya estaban en la escuela:

- Entrad deprisa, que tenemos mucho por hacer. Hoy vamos a empezar con un cuento: El gato marinero.


Las miradas de Zaino y sus amigos se cruzaron mientras un fuerte trueno, que presagiaba tormenta, invadió la clase. Seguro que por la tarde bajaría otra riada del monte por la calle Arriba.   


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