Recuerdo en mi niñez aquellas mujeres con el antiguo oficio de las lecheras. Mujeres que durante muchas generaciones dotaban a la población del producto lácteo fresco, que se vendían de casa en casa.
Aún recuerdo, a estas mujeres con su carrito, las lecheras repletas de leche recién ordeñada y su jarrito para medir lo que cada uno compraba.
Vestían de blanco con un bolsillo en la parte anterior del delantal, donde guardaban las monedas. Los billetes escasos los colocaban en otro bolsillo más cercano al cuerpo, para más seguridad.
Debían sacarse un carnet expedido por la Jefatura Local de Sanidad, vender leche sín carnet acarreaba una grave sanción. La higiene de las lecheras era primordial fregaban los cazos con sosa, esparto y jabón lagarto, para que la leche no se cortara.
Qué yo recuerde en Arcos teníamos varías lecherías a mencionar, la de Eusebio Aguado, Hilaría, Santos, De Benito y alguna más que no recuerdo.
Por las tardes de chavales veíamos bajar las vacas a beber agua a la reguera del Molinar del Lagar o en el pilón junto a la calle Félix Cid que lo dejaban seco.
Todavía echo de menos la nata que cogía cuando mi madre hervía la leche tres veces. La cogía y con una rebanada de pan y un poco de azúcar estaba deliciosa, sín olvidarme de los suculentos calostros que nos regalaba la señora Agapita, como pago por la ayuda de mi padre en los partos de las vacas.
Experiencias vividas que cuento tal y como yo las viví, para deleite de los que vivimos esos años.
JALON
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