ANALFABETOS

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Cuando de chaval regresaba de vacaciones al pueblo en el bar siempre había algún viejo labrador que me hacía sentir importante. Requería mi ayuda para que le explicara alguna noticia que leía en el periódico y no acababa de entender. Preguntaba por el significado de alguna palabra, le molestaban tantos puntos y comas. Se embarrancaba en alguna farragosa lectura y yo le rescataba con frases más sencillas. Me encantaba ver cómo cambiaba el rictus de su cara mientras se producía la traducción y aparecía la comprensión.


Algo parecido viví en mi etapa militar con un compañero de camareta. Era maestro y dedicaba sus horas libres, aquellas que otros empleábamos en juegos y meriendas a leer y escribir a algún soldado que, llegado de la España profunda, no pudo ir en su tiempo a la lejana escuela. Le admiraba, era una labor ardua, pero agradecida, sobre todo, cuando veía cómo al redactar las cartas para familiares y novia introducía por su cuenta las mejores palabras de afecto y amor.


Después de tantos años frente a la cultura digital, me reconozco ahora en el viejo campesino iletrado o en el joven soldado que sudaba y jadeaba para escribir una frase correcta. A menudo, hoy me toca a mí pedir a mi hija o a un jovencito colaborador que me resuelva un problema si el ordenador se atranca como un pollino de arriero y no obedece, aunque lo aporree con la vehemencia que se hacía con las viejas radios.



Entre la yema de los dedos y las tripas del móvil, la tableta y el ordenador se extiende un espacio galáctico en el que la gente de cierta edad, además de encontrarnos perdidos, no nos reconocemos.


La tecnología informática nos va convirtiendo, poco a poco, en analfabetos. En realidad somos ya los últimos mohicanos de un mundo analógico que desaparece. Pese a todo, la incultura digital nos reserva todavía alguna ventaja. Libres de la tiranía y la basura de las redes, sobrevolando semejante albañal, nos sentimos algunos poco contaminados, felices de no tener aplicaciones y de manejar las cuatro reglas del ordenador como haría un niño con cualquier juguete, con la agradable y liberadora sensación de vivir flotando al margen de los tiempos y la historia.

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