LA BOLSA Y LA VIDA

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Esta es una historia, que, como muchas otras, lo único que tiene de especial, es que ocurrió realmente. Los hechos suceden en el Medievo, allá por el año de nuestro señor de 1436, en tierras de la vieja Albión y, como casi siempre, el origen de todo, es la mujer.

   Según los anales de la época, unos amores mal correspondidos iniciaron todas las desdichas que, sin más dilación, paso a relatar.

   Cuentan que por aquél entonces, don Jesús de Castejón, primer marqués de Lontares, apuesto caballero español, holgaba en esas fechas por tierras sajonas y dio la casualidad que reparara en su galanura, una sobrina del señor de aquellos lugares, hombre respetado y querido por sus súbditos y conocido en todo el reino por su prudencia y buen juicio, lord Martin Halonax XIII señor de New Saides.

   Al parecer, la sobrina del juicioso lord, de belleza directamente proporcional a las cualidades que adornaban a su excelso tío, fue seducida y posteriormente abandonada por el arrogante caballero español.

   Tal afrenta, en los tiempos que corrían, sólo podía ser reparada en el campo de torneos y, para desgracia del modélico lord, no era el terreno en que mejor defendía sus intereses.

   Recordó a su antecesor, su padre, duodécimo señor de New Saides, guerrero por antonomasia, que se hubiera sentido como pez en el agua ante una situación así, pero eran otros tiempos. A él, le había tocado vivir una época pacifica, donde gracias a su buen hacer florecieron industria y economía, los ganaderos y agricultores ocupaban las tierras donde antes asentaban sus campamentos las huestes mercenarias, que unos días servían a unos y al siguiente cambiaban de bandera dependiendo únicamente del peso de la bolsa de los señores.

   Su padre trató de instruirle inútilmente en el noble arte de las armas. Él, acudía diariamente a las clases con indisimulado horror, esperando que terminara cuanto antes la ración de mamporros, fintas e improperios con los que su racial padre, trataba de educarle cuerpo y espíritu. Concluido su adiestramiento, corría a refugiarse en sus libros de matemáticas y economía, entre los que se sentía seguro, importante y sobre todo feliz.

   Su mayor satisfacción se producía cuando el progenitor tenía que partir a alguna campaña guerrera, pues en esos días se suspendía su instrucción. Cuando algún barco vikingo o alguna horda normanda llegaba a sus costas con el propósito de saquear y robar en sus dominios, el belicoso lord partía a su encuentro con infinita alegría.

   El regreso siempre era triunfal, pero la gloria que ganaba para ser contada por bardos y juglares, se correspondía con las carnales partes que iba perdiendo poco a poco, de su noble figura. Así, un día un hachazo vikingo se llevó su oreja derecha y parte del cuero cabelludo, otro día, una flecha bretona vacío su ojo izquierdo, en un encuentro con caballeros escoceses fue pateado por su propia montura, con tan mala fortuna que perdió la movilidad en la cadera, esto le confirió desde entonces, un ridículo andar que solo desaparecía al montar en su caballo.

   Entre éste y otros muchos incidentes, llego al final de sus días con un aspecto que, al juicioso y precavido primogénito, más que amor paternal, le inspiraba inquietud y temor.

   Ya próximo a su muerte, su diversión preferida consistía en tumbarse totalmente desnudo en una sábana blanca, como si de un anciano cristo descolgado se tratara y, rodeándose de los pocos y fieles amigos de correrías que aún le quedaban vivos, señalarse todas y cada una de las cicatrices que cubrían su cuerpo, mientras recordaban y se jactaban de cuándo, cómo y contra quién, se habían producido semejantes tajaduras.

    El joven lord, a escondidas, contemplo varias veces la grotesca escena y aquello marcó su personalidad para siempre.

    Repudió la violencia y tuvo la suerte de, una vez muerto su padre y convertido en el XIII señor de New Saides, vivir una época de paz, donde su inteligencia y buen juicio se abrieron paso con la misma fuerza en que antaño las armas de su padre, rechazaban invasiones extranjeras.

    El mutilado padre estaba en todos los libros de caballería, pero desde que él heredó el señorío, éste se había convertido en el más próspero y rico de toda la Nueva Bretaña y sir Martin había llegado hasta esa edad en que los sentidos alcanzan la tibieza, sin tener en su cuerpo ni una sola magulladura. Sus hijos eran doctos en todas y cada una de las ciencias que existían entonces en el mundo escrito y él, se ufanaba de que nunca hubieran recibido ni una sola clase de esgrima.

    Aquél contratiempo con su sobrina había venido a trastocarlo todo, pero era una cuestión de honor y allí no valían componendas, ni paños calientes. No quería quedar en evidencia ante sus súbditos. Tenía que cumplir con la Real Orden de Caballeros Sajones que presidia el mismísimo rey Arturo y, éste, no le hubiera perdonado nunca una muestra de debilidad, y menos, frente a un caballero extranjero.

   En este punto los acontecimientos y sabiendo que no podía abandonar tan incierto negocio, comenzó a tomar decisiones. Mandó contratar a los mejores maestros de armas de la Europa civilizada y se dispuso a afrontar el reto con el menor número de riesgos posibles para su intacta persona.

    No le había gustado nunca el número ordinal que precedía a su señorío, era algo supersticioso. El trece le resultaba inquietante y, en las actuales circunstancias, el antipático número no ayudaba precisamente a tranquilizar su agitado espíritu.

    Rememoró sus primeras visitas oficiales a palacio y cómo, antes de ser anunciado por el maestro de ceremonias, se dirigía a éste discretamente, para que al ser presentado omitiera el numerito en cuestión. Durante años y como en un juego, fue eliminado de cuántos documentos pudo, el número que otorgaba antigüedad y abolengo a su linaje. Le daba una especial tranquilidad poder prescindir de algo que predecía un mal augurio.

    La única vez que no lo había hecho en los últimos años, había coincidido con el único de sus proyectos que no acababa de despuntar; la creación de la banca “Martin& Martin”, que fundó con su primogénito y que al tener ambos, el mismo patronímico, obligó al notario real a exigir que, a la firma de los documentos, cada uno de los lores, antepusiera a su nombre la longevidad de su título. Sin duda, solo fue una casualidad, pero hasta el momento la mencionada banca, no había cubierto ni de lejos sus iniciales expectativas.

    El asunto del duelo, había revivido al desafortunado numerito, pues a nadie le escapaba que el caballero español tenía recién estrenado el marquesado y en asuntos de armas, parecía mejor aval, una decena larga de nobles antepasados, que alguien que empieza a abrirse camino entre torres y gules.

    Aquel razonamiento satisfizo al lord, le pareció bien fundamentado y, por una sola vez, se alegró que fueran doce y no once, los avalistas de su apellido. Intuía que, para la nueva empresa, iba a necesitar a todos y cada uno de sus ilustres deudos.

    Tenía un mes para prepararse, y a fe que no asumiría riesgos innecesarios, no dejaría nada a la improvisación. Se jugaba demasiado, sopesaría todos y cada uno de los inconvenientes y les iría poniendo correlativa solución.

    Desde hacía días, los más renombrados maestros de armas, dormían en sus estancias palaciegas. Ellos le darían cumplida y rápida instrucción.

    Su espada de combate, de doble hoja, se forjaba en el mejor taller de Toledo.

    En Flandes, los más sabios alquimistas y los más duros herreros, trabajaban aunados para la construcción de una armadura que, en su conjunto, fuera impenetrable.

    El caballo seria traído de Arabia, fuerte y dócil. Sus conocimientos ecuestres tampoco eran los más apropiados.

    Las mallas que cubrirían calzas, guanteletes y darían protección a su montura serían traídas de Persia, las mismas que usó en sus justas, el victorioso Carlomagno. Muchas veces oyó a su propio padre comentar con admiración, cómo las mejores espadas se mellaban al golpear la endurecida aleación. Éste era un punto crucial en el que hizo especial hincapié, había visto a muchos hombres que no morían, pese a ser derrotados en un torneo, pero que quedaban cojos o mancos, pues sus contrincantes al no poder atravesar sus armaduras, buscaban los puntos débiles, talones, codos, corvas, y de hábiles tajos cortaban los ligamentos que unen carne y hueso con la misma facilidad que harían saltar las cuerdas de un arpa. Saldría caro, pero estaba solucionado.

    La lanza de torneo para alagar al rey Arturo y dar cumplida respuesta al clamor nacionalista, se la encargó al armero real. Eso sí, mandó acoplarle un guardamano de un metal especial, que fue fundido y forjado en uno de los muchos volcanes de la nórdica Thule.

    Coordinó todos los esfuerzos. Animó, amenazó, rogó, imprecó, soliviantó, suplicó, pagó, transigió, mandó. Para cada uno empleó un tono, pero un día antes del combate, todos sus encargos se habían cumplido a plena satisfacción, y su adiestramiento había finalizado con el grado razonable de aprovechamiento que podía esperarse de tan poco dotado aprendiz.

     Ese mismo día, mandó echar un gran lienzo blanco al suelo y cubierto por su armadura, se tumbó en la misma posición que había visto hacerlo a su padre años atrás.

     A una señal suya, una docena de escuderos descargaron sobre el yacente y cubierto caballero una lluvia de golpes; mazas, hachas, espadas…al principio moderadamente para luego ir creciendo la intensidad y el ritmo, hasta convertir la estancia en un desafinado campanario. Poco a poco, comenzó el ruido a decrecer y fueron cayendo exánimes, los apaleadores. Uno de sus instructores se arrodilló ante él y subió su celada, enseguida pudo contemplarle, una cara aturdida pero feliz, ¡la prueba había sido un éxito! No había sentido absolutamente nada, el ruido fue la única molestia y este podía ser desdeñado, pues el riesgo de quedar sordo por atronación, podía considerarse despreciable en un combate entre caballeros.

     Quedó tan satisfecho de la prueba que se sintió lleno de seguridad y aquella noche, en sus sueños, por primera vez en su vida, se sucedieron escenas de combatientes caballeros. Se vio cabalgando junto a su desorejado padre, cubierto por su flamante armadura y repartiendo mandobles a diestro y siniestro, sin reparar donde caían los golpes. ¡¡Lo importante era repartir!! Aún en sueños, sintió que se dibujaba una sonrisa en su cara, que sabía protegida `por el yelmo. ¡Sin duda había valido la pena la inversión, era el primer día y ya se podía repartir!


Continuará…



El desenlace el próximo jueves…                                                                            El Residente

   TRATA DE BLANCAS, ROJAS Y AMARILLAS
   LOS INSOBORNABLES DE SOMANANGA
   HA NACIDO UN DIOS
   SINGULAR SENSIBILIDAD

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