CAPÍTULO ​II UN COLT 45 ESPECIAL Y UN LÁTIGO

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II UN COLT 45 ESPECIAL Y UN LÁTIGO


La calle principal de Arcobriville se mostraba como un hervidero de almas y era un continuo ir y venir de carretas y jinetes. Sin duda, la actividad se había revitalizado enormemente en el poblado debido a la llegada de los petroleros y los rumores de la existencia del oro negro en los alrededores.

Antes de entrar en el salón, Tom saludó con la mano a su amigo Fredi, el herrero. Habían crecido juntos y aunque habían dejado de verse durante los años en los que Tom se había ganado la vida por la comarca, la amistad entre ambos perduraba. Y no eran muchas las amistades que procuraba el bueno de Tom Benet, pero tampoco destilaba antipatía. Simplemente solía guardar las distancias y prefería confiarse solamente con los que sentía como verdaderos amigos.

En los escalones de madera que conducían al porche del salón se encontraban sentados dos petroleros degustando sendas jarras de cerveza. No apartaron sus pies al pasar, ni repararon en ellos, aunque Jeremy masculló algo que solo pudo oír Tom: escoria.

Ya dentro del local, una agradable voz se alzó entre el resto:

- Hola, ¡pero qué sorpresa! Si tenemos a Tom Benet por aquí. Invita la casa.

- Hola, Belinda, muchas gracias.

- No te prodigas mucho por mi local, Tom, y sabes que siempre eres bien recibido.

Belinda era una mujer de una pieza, tanto física como mentalmente. Su larga melena color castaño oscuro rozaba la cintura y sus ojos, aún más oscuros que su cabello, atravesaban a cualquiera. Regentaba el Salón de Arcobriville desde que era una chiquilla.

- Gracias por la bienvenida, veo que te va estupendamente el negocio.

- No puedo quejarme, Tom, y a ti, ¿cómo te va la vida? Para todos ha supuesto una sorpresa que te quedes en el pueblo cultivando cereal y herrando vacas en La Suerte.

- Tampoco me quejo, en peores me he visto. Aquí hay tierra, ganado y cielo, me conformo.

- Sentí mucho la muerte de tu madre, la apreciaba de veras. Aún recuerdo cuando la acompañabas en la carreta y nos vendías cuatro docenas de huevos y la leche de las vacas cada semana. ¡Qué tiempos! ¡Y bien que me gustabas, Tom!

- ¿Me hablas en pasado?

- ¡Qué bribón has sido siempre! Tan calladito y tan, tan…

- Tan pensativo, eso me decías… ¿Y qué piensas tú sobre la muerte de mi hermano Gus?

Belinda perdió por un momento la sonrisa para rehacerse inmediatamente.

- Una desgracia, Tom. También lo apreciaba, aunque solía meterse en algún lío. Tenía mal trago, lo sabes igual yo.

- Nadie merece morir por un mal trago, ¿no crees?

- No, no… no he querido decir… no sé, en realidad solo conozco la versión oficial del sheriff: muerte accidental por arrollarle el tren correo nocturno.

- Bien… Supongo que sería la tuya una de las últimas caras que viera, pues salió de aquí poco antes del accidente. Es un consuelo, sigues siendo tan atractiva como hace veinte años. Jeremy, pide otras dos cervezas, ahora pagaré yo.

El viejo se sentó sobre una cómoda butaca, cerca de una mesa en la que varios jugadores de póker se miraban y arrastraban generosas cantidades de dinero hacia el centro del tapete verde.

Tom se sentía observado. Es esa extraña impresión de que alguien estudia tus movimientos a distancia. Al fondo del local, en una elegante mesa rectangular, charlaban varios petroleros y uno muy alto, tocado con sombrero negro y cinta roja, calado hasta las cejas, hurgaba sus dientes con una ramita y sus ojos, ligeramente saltones y claros, no dejaban de escudriñar.

Tom decidió dar la espalda y seguir bebiendo la cerveza, mientras la dueña del local se despedía con su eterna sonrisa.

- Espero verte pronto nuevamente por esta casa.

Y de una sonrisa bonita, a una silueta no menos agradable. La bella Penny Leyton, hija del director del United Jalons Bank, pasó luciendo un precioso modelo Mississippi, con encajes dorados y tul azul, con una pamela blanca ribeteada con tonos rosas.

Tom miró hacia el ventanal. El del sombrero negro calado, también. La señorita Penny Leyton cruzó la calle en dirección al Drugstore Baxter.

Las miradas de los dos hombres se cruzaron durante un segundo. Un escalofrío recorrió la espalda de Tom al ver que el otro hizo un mohín con la boca y desplazó su mano derecha ligeramente hacia su colt 45 especial, mostrando con cierta arrogancia la empuñadura plateada resplandeciente.

De pronto, las puertas batientes se sacudieron violentamente y dos hombres rodaron por la tarima del local. Cuando lograron desenredarse, se asestaron varios puñetazos mutuamente hasta que el del colt de empuñadura brillante realizó un disparo cuyo proyectil se instaló en mitad de la columna de madera, muy cerca de los peleones. Ambos cesaron la reyerta instantáneamente,  mientras otro miembro del grupo de los petroleros con aspecto de mexicano se acercó hasta ambos empuñando un elegante látigo de cuero negro.

- ¿Qué ha pasado, muchachos? Ya sabéis que el jefe nos ha prohibido armar jaleo.

Y dicho esto, armo el látigo y estrelló sus tres colas desplegables sobre el suelo, de forma tan violenta que los dos hombres retrocedieron verdaderamente asustados.

- Albert se ha dirigido a la hija del jefe, la señorita Baxter –dijo uno de ellos–. Y lo ha hecho con un tono que no me ha gustado, eso ha sido todo, señor Cabrera.

- ¿Acaso te importan a ti mis modales con las mujeres? ¡Te voy a partir el espinazo, Harper! –bramó alzando el puño.

El llamado Harper retrocedió unos pasos, pero la intervención del mexicano del látigo calmó los ánimos de forma súbita. En dos segundos sacudió sendos latigazos al cuello de sus dos esbirros.

Ambos se tocaron el cuello y comprobaron con sus manos que sangraban por el efecto del contundente y certero latigazo.

- No queráis conocer, muchachos, por qué me llaman Sanguinario Cabrera. Belinda, sírveles un trago a los muchachos y discusión zanjada.

El del látigo regresó a su sitio cerca del pistolero de ojos saltones, que aún acariciaba con mimo, casi obsesivo, su colt.

- Vamos, tomad una cerveza gratis y dejad de pelear. Y tú, Calvert, tranquilo con el gatillo –intervino Belinda–.  Os dije el primer día que no quiero líos y mucho menos disparos en mi salón. Y sería conveniente que guardara el látigo para las reses o caballos bravos, señor Cabrera.

Este se sintió halagado por el apelativo de señor que irónicamente le había lanzado la propietaria del local. Calvert sonrió de forma ridícula y bajó el ala de su sombrero a modo de saludo y despedida, mientras continuaba con su ramita entre los dientes.

El mexicano del látigo se sentó cerca de la ventana enrollando con celo su afamado látigo.

- Vaya, veo que los tienes a raya, Belinda –dijo Tom antes de tomar un largo trago de cerveza.

- Son inquietos los muchachos de Baxter, pero en este local mando yo.

- Pues será el único en el que no mande Lex Baxter –intervino Jeremy.

- No le hagas caso, Belinda… ya conoces a Jeremy… pero es extraño, un hombre de negocios que se precie no creo que sea la persona idónea para contratar a quienes más parecen pistoleros que petroleros.

- No es mi problema, Tom. Mientras paguen todos los servicios…

- De momento ese Calvert debería arreglar el desperfecto del plomo en la columna.

- Lo paga todo el señor Baxter. Siento que nuestro reencuentro haya terminado así, Tom…

- Espero que no sea presagio de una tormenta de plomo en el valle. Toma el dinero de las cervezas, yo también pago todo lo que debo. Y recuerda, amiga, nunca subas al diablo a tu caballo o, tarde o temprano, llevará las riendas y ya no te harás jamás con él.

- Las riendas de este pueblo las llevó yo, Tom, lo sabes –resonó la voz del sheriff Turner. ¿Qué ha pasado aquí? ¿Alguien me lo puede explicar?

El sheriff se quedó mirando al grupo de petroleros con las manos en jarras,  pidiéndoles una explicación.

- Ya está todo solucionado, sheriff, digamos que hemos tenido puntos de vista diferentes… –dijo el llamado Harper haciendo ademán de brindar a la salud del de la placa.

- Vale, muchachos, pues no haya tanto ruido, que bastante vamos a tener esta noche y durante los próximos días festivos.

Turner miró a Tom y le comentó que se alegraba de tenerlo de nuevo como vecino. El muchacho espigado le replicó:

- Arcobriville está cambiando, por lo que veo, sheriff, pero habrá que adaptarse a los nuevos tiempos. Salud.

- Salud, Tom –se despidió el de la placa saliendo del local.

***

Jeremy y Tom decidieron dar un paseo tras el incidente del salón.

- Ya lo has visto, muchacho, ¿te parecen petroleros o pistoleros? Te digo que estos nos amargarán la existencia. ¡Petróleo, patrañas!

- Cada uno es dueño de lo suyo, no pasa nada mientras todo sea legal.

- Hacía mucho que no tomaba un trago, pero prefiero hacerlo en el pajar de La Suerte. Recuerda lo que solía decirte tantas veces cuando apenas eras un mocoso: no te acerques a un toro de frente, a un caballo por detrás o a un tonto en ninguna dirección.

- Nunca he olvidado tus sabios consejos.

- ¿Nos vamos ya? –inquirió el viejo pastor.

- Hace mucho que no vengo por el pueblo, me apetece ver la iluminación de la calle principal, divertirme un poco y ver a las gentes de Arcobriville disfrutar.

- Está bien, Tom, pero mañana a las siete de la mañana tenemos faena. Hay que poner estacas por el rancho, no me fío, no me fio nada…

- Hasta mañana, Jeremy, toma, cógela.

Tom le lanzó una botella del mejor whisky que había comprado para su amigo.

- Sí, señor… patrón y familia… Gracias, la dosificaré bien.

   LA SUERTE TENÍA UN PRECIO - CAPÍTULO 1 - REGRESO A ARCOBRIVILLE

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