La noche era muy calurosa. En el hospital no se escuchaban más que los sonidos de hospital. Miré al monitor, al oxígeno, la bolsa de suero… Luca abrió los ojos lentamente. Mi pequeño de nueve años los abría por primera vez desde hacía muchas horas. Me sonrió y supe lo que quería. Tomé los calcetines que pendían del borde de la cama y se los di. Mientras Luca los doblaba recordé la historia de aquellos calcetines y de mi propio hijo, ya hacía algunos años…
La señora Vlade siempre me cayó bien. Desde el día de la entrevista. «El puesto es tuyo, Larysa».
Cuatro años sin trabajo estable. Cuatro años viviendo de mínimas ayudas estatales y faenas puntuales en las huertas del pueblo en el que me había instalado. ¿Instalado? Mejor, refugiado. Una mujer refugiada en un pueblo perdido. Un pasado que no quiero recordar y un presente que comenzaba a tener hambre de futuro gracias a la alegría que me proporcionaba mi hijo. Al dar a luz me advirtieron que, probablemente, no sobreviviera, que su retraso madurativo era evidente y padecía un síndrome de Teloerasa Recesiva. Podría morir de un síncope en cualquier momento. Y eso me hizo más fuerte.
«¿El puesto es mío? Muchas gracias, señora Vlade. Como es verano y no tengo con quién ni dónde dejar al niño, permítame que lo traiga conmigo. Él no da guerra y…».
No tuve que decir mucho más. La señora Vlade me sonrió al tiempo que me daba su consentimiento.
El primer día de trabajo ya percibí que Luca se sentía a gusto en La Residencia. Se quedaba en la sala de colorines donde los ancianos realizaban algunas actividades. Luca pintaba dibujos o jugaba con su conejo de peluche… ¡o doblaba calcetines! Siempre me lo había visto hacer y le relajaba realizar esa actividad. A mí, también. Tras plancharlos, se los ofrecía a mi hijo y él los doblaba y volvía a sacarlos y volvía a doblarlos nuevamente en diferentes posiciones.
Martina, la inquilina anciana de la habitación 111, llevaba su cesta con la ropa limpia recién sacada del cuarto de lavadoras. Luca se acercó y le cogió unos calcetines morados ya muy desgastados. Martina le acarició su pelo negro ensortijado y le sonrió. La anciana se sentó en un sillón orejero de cuero marrón claro muy raído, junto a la ventana. Desde allí se veía la calle y no necesitaba ver mucho más. De hecho, las cataratas le hacían ver más lo que imaginaba que lo que realmente sucedía. Luca se llevó los calcetines a la nariz y a la cara. Sin duda, el algodón ya viejo y desgastado le producía placer olfativo, incluso al tacto. Los dobló diez o doce veces. Martina sonreía. Le imitó y comenzó a doblar otro par de calcetines. Se los intercambió a Luca. A los pocos minutos, llegaron otros ancianos a la sala de colorines. Luca le ofreció calcetines a uno de ellos. Los miró y comenzó a imitar a Martina. Le produjo una grata sensación. Se reía. Martina y Luca se reían. Otro anciano y otro y otra más…Todos acababan riendo.
Cuando apareció la terapeuta y contempló la escena, se le ocurrió que podría ser una buena terapia. Regresó con una canasta de mimbre llena de calcetines y todos los viejos se pusieron a doblarlos. Algunos miraban por el ventanal; otros miraban a Luca; otros hablaban con ellos mismos. Jan, un búlgaro que llevaba dos años sin levantarse de su silla de ruedas, lo hizo y caminó hasta Luca. «Puedo andar, dame otros calcetines».
A mediados de julio, mi hijo ya había acostumbrado a todos los residentes a la hora de los calcetines. La terapeuta no daba crédito a lo que sucedía. Martina bailaba al son de la música de su radio como si tuviera quince años menos. Los que necesitaban andador los abandonaban por momentos. Algunos que no balbuceaban más que sonidos ininteligibles, ahora se comunicaban. Todos comían con apetito, jugaban a las cartas y daban paseos por el jardín o salían al mercadillo de los lunes a comprar fruta.
La señora Vlade me llamó el último día de julio a su despacho.
«Se comenta por todo el pueblo... Tu hijo Luca ha traído una luz especial a La Residencia. Todo el mundo lo quiere acariciar. Sobre todo, todos quieren doblar calcetines junto a él. A este paso vamos a tener que cerrar el centro y abrir un colegio. La terapeuta dice que es el efecto positivo de la telomerasa, algo así como la esencia de la felicidad que Luca es capaz de irradiar con enorme intensidad».
No tuve mucho que decir. Llevaba toda la vida doblando calcetines junto a él.
Aquel verano no murió nadie en La Residencia. Mi hijo comenzó el colegio. Ahora estamos aquí. Luca y yo seguimos doblando calcetines.
JALON
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