Amontonados, los curiosos y los astrónomos miraban al cielo con admiración, era una noche oscura, repleta de corolas blancas que no paraban de temblar, la luna había hecho bolos y se agradecía su ausencia, el negro parecía más negro y los pozos de claridad se diseminaban ocupando su prefijada posición, solapándose y formando la cascada de figuras que el hombre se empeñaba en bautizar, desde que supo que no hay penumbra sin luz.
Los eruditos del cielo, como si de navegantes descubridores se trataran, izaban su brazo sobre el horizonte, señalando remotas distancias y pronunciando enigmáticos nombres, orientando de inmediato las miradas de los profanos; los ojos, perdidos entre tanto laberinto luminoso, acababan buscando descanso en el índice del ilustrado explorador.
Se hablo de distancias en términos de tiempo, de cifras empleando letras, de velocidades imposibles de imaginar, de cuerpos sin masa, de trampas oscuras en la oscuridad, de soles sin calor, de mares que nunca conocieron el agua.
El mapa que hoy parecía completo no tenía secretos para los cicerones de la noche. Incluso se habló de los componentes químicos que formaban sus estructuras y de lo fácil que sería crear la vida, si estos se unieran en la forma y proporción adecuada que ellos decían conocer.
Comenzó a sentir cierto desasosiego, no podía creer que aquellos hombres lo supieran todo sobre ese trozo de firmamento, los mismos que durante el día se pierden en sus bosques o desiertos, durante la noche eran capaces de poner todas las piezas del puzle y reconocer todos los rincones del universo.
Algo rasgo la noche, fue una fracción de segundo, una cola luminosa trazo un leve arco y se confundió de inmediato con las otras candilejas, fue suficiente para romper el orden y dar sensación de vida.
La sorpresa y el clamor que despertó entre los simples, duro más, que el tiempo en que los sabios antepusieron una letra griega a un signo del zodiaco, para asignarle nombre, a la vez que le daban una velocidad y un lugar en el espacio.
Confuso, se alejó del tumulto y cuando ningún eco de la noche llegaba hasta él, se tumbó confundido entre sombras y encinas, por el hueco que dibujaban sus copas contempló un trozo de bóveda, con un número pequeño de estrellas y observo como estas conformaban caprichosas figuras; desde su limitado observatorio, aquella noche vio romperse varias veces el cielo.
Cuando amanecía, los tenues y pálidos destellos de los últimos luceros parecían hacerle guiños de complicidad, y el, había decidido no aprenderse los nombres de las estrellas y, dudar tanto de los sabios que nombran a los astros con solo mirar, como de los hombres que solo ven lo que les quieren enseñar.
El Residente.
JALON
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