2057

|

WhatsApp Image 2021 02 07 at 14.31.29 (4)

Foto: Jesús Jiménez


He encontrado un pueblo abandonado.

Las paredes de las casas están caídas, las ventanas rotas, el pasto seco. No queda nadie… ni siquiera un simple insecto.

Las calles están desiertas y no veo un solo cartel que me permita averiguar el nombre del lugar en el que me encuentro.

El único ruido que escucho es el del crujir de las hojas secas bajo mis zapatillas viejas.

A medida que me abro paso entre los escombros, empiezo a imaginar el bullicio del pueblo un domingo de mercadillo: señoras mayores, con carros grandes, llevando comida a casa; jóvenes jugando a la pelota cerca de la plaza principal; padres leyendo el periódico a la entrada del pequeño -y único- bar del pueblo. Escucho cantos, risas y buenas noticias. Pájaros piar, el riachuelo a lo lejos fluir y el viento mover las ramas de los árboles. Un sentimiento que fluctúa entre la paz y la nostalgia se adhiere a mí.

Hago memoria y, sin siquiera darme cuenta, vuelvo a pensar en aquella mujer de ojos verdes y profundos a la que tantas veces llamé “mamá”. Recuerdo su muerte. Y, tras su muerte, la de papá, la de mis tres hermanos y la de mis mejores amigas.

Me imagino la despedida que nunca nos concedieron. Me imagino un último beso, un último abrazo y un último adiós pues, la última vez que les vi, me fui sin saber que no volvería a verles.

Se me parte el corazón en trozos de tristeza al no conseguir recordar su voz; la voz de aquellas personas a las que tanto quise y que, por culpa de una pandemia, hoy ya no están.

Traté de tranquilizarme pensando en que, al menos, ellos fallecieron en un hospital. Y lo hicieron cerca de personas que, si bien no les querían, intentaron salvarlos.

En cambio, la gente de este remoto y escondido sitio, había sido víctima tanto del COVID-19 como del capitalismo y las desigualdades sociales.

Esta gente, estos sin nombre víctimas de aquello que acabo de nombrar, murieron y cayeron en el mismo olvido en el que les tocó vivir pues… habiendo grandes ciudades afectadas, ¿quién iba a preocuparse de un pueblucho a las afueras de Soria?

Paso cerca de lo que parecen ser tumbas excavadas por los mismísimos vecinos y vecinas: una, dos, tres… cuento veintisiete tumbas. Solo entonces dejo de pensar en mis pérdidas y me centro en intentar recordar las noticias del año en el que el mundo empezó a consolidarse en su destrucción: en este pueblo, tumbas cavadas a mano. En Nueva York, fosas comunes en la isla de Hart. En Italia, cadáveres fueron arrojados al mar. En Indonesia, incendios enteros erradicaron localidades infestadas con tal de evitar que el virus se propagase.

Y, ¿hoy? No queda nada: tan solo unos pocos.

Enfundados en nuestros trajes blancos, recorremos el país en busca de supervivientes en los que poder probar la vacuna que se estima definitiva.

   Y NO ESTOY SOLA
   A TRAVÉS DE LAS VÍAS
   EL ATARDECER DE LA MEMORIA

Comentarios